Por Yaniris López
Para Tu Aventura
Su obsesión por la sal comenzó un día cualquiera a la hora de la cena. Eva se preguntaba de dónde salían esas piedras grises y transparentes que le aguaban la boca cada vez que las tocaba con la punta de la lengua cuando su mamá daba la vuelta. ¿Del mar?, preguntaría a los siete años, ¿cómo del mar?
Eva nunca lo había visto. No sabía cómo era. No, no hay escuelas en el campito donde vive Eva. Ni libros ni nada que se les parezca. La casita más cercana a la suya queda a cuatro horas de camino y los únicos niños que Eva ha visto en su vida son sus primos Miguelo y José. Y ellos tampoco conocían el mar.
El viaje lo organizó el tío Mariano, que vivía en la capital y le llevaba por Reyes, una vez al año, una muñeca plástica morena y muy flaca que Eva mojaba en el estanque del patio desde que su tío se perdía en la distancia. Tomó meses armar el viaje, pero ya casi, casi…
Antes de subirse al mulo que la llevaría al pueblito más cercano, donde tomaría la guagua rumbo a Baní, hogar de las salinas, su mamá le pasó el frasquito de vidrio en el que solía guardar palos de canela y nuez moscada y le dijo, mientras le daba la bendición: Para que me traigas un poquito de sal, Eva, así sabré que conociste Salinas de verdad, y luego volteó la cara para que Eva no viera que los ojos se le llenaban de agua. Eva no guardó el frasquito en la mochila nueva. Lo apretó contra su pecho y sonrió.
Parte del sur es así, Eva, le dijo tío Mariano cuando el autobús paró y ellos bajaron. En la misma orilla de la carretera, una sabana de aguas azul oscuro que Eva se tragó con la mirada les cerró el paso. ¡El mar!, le dijo a tío Mariano, ¡cuánta agua! En el extremo izquierdo, Eva vio cajones de madera acostados a lo largo de la orilla y decenas de extraños carritos que transportaban montones de algo muy blanco, subían hasta un puente hecho con palos y depositaban la carga en una montaña blanca. Eva nunca había visto una montaña tan blanca. Las suyas eran verdes, verdes. Se miraron. Se acercaron. Era sal.
Eva no podía caminar bien, los zapatos se le llenaban de trocitos de sal y también le daba vergüenza pisarla. No importa, Eva, puedes pisarla, reía tío Mariano. Hay suficiente. Acércate a la montaña, toca la sal. Sin miedo, no hay gente en los alrededores, las oficinas de las salinas están cerradas, es domingo y algunos trabajadores se quedan sólo para que los curiosos como nosotros conozcan cómo se hace la sal. Anda.
Eva apretó el frasco. Debo llevarle un poco a mamá, para que vea que sí estuve aquí. Claro que sí, Eva, claro que sí. Disfruta tu viaje.
Eva se acercó y comenzó a llenar el frasquito. No había terminado cuando notó que su tío se paraba de repente frente a un cuadro pintado, lo miraba, luego la miraba a ella y de nuevo miraba los dibujos azules. ¿Por qué te paras, tío? ¿Qué dice ahí?
Dice, Eva, que eres bienvenida a Salinas y que puedes tomar toda la sal que quieras.
Eva llenó el frasquito hasta arriba, lo cerró, lo apretó contra su pecho y sonrió.