Enorme, marrón, un típico maco pempén.
Cuando comenzó a pasearse y a esconderse entre las cosas de la galería entonces sí, había que hacer algo, echarlo más lejos, a algún espacio baldío lejos de la casa. Un carretero/frutero que pasaba, sorprendido por los gritos de ¡un sapo, un sapo!, se ofreció a sacarlo. Ya en la calle, con el jolgorio en sus buenas, le cayeron a pedradas y lo dieron por muerto. Lo tiraron a la cuneta para que el agua se lo llevara. Alguien que lo miraba fijamente dijo que estaba vivo, y como no le creían lo sacó a la calle y lo movió con un palo. Era verdad, estaba vivo. De poco sirvieron las voces que pedían dejarlo en paz.
Un vecino mandó a comprar trementina, otro buscó papel periódico y le prendieron fuego. Al contacto con las llamas, el sapo se remeneó como loco, se levantó en sus patas y ancas y allí se quedó, altivo, valiente, recibiendo el calor de las llamas, hasta ponerse negro.
Dice Ro que posiblemente ese gesto se debió a que hizo todo lo posible por aclimatarse al calor, como hacen otros animales y las brujas de los cuentos, que disfrutan del fuego y, contrario a lo que pudiera pensar el lector, les gusta que las quemen. También dijo que ojalá y todos los que disfrutaron del espectáculo tuvieran pesadillas por muchas noches.
El caso es que el sapo se quedó así, parado, consumido, hasta que lo movieron de nuevo a la cuneta. Murió de pie, petrificado, como los robles...
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